Aparición, cuento de Fernando Gutiérrez
APARICIÓN
A
veces recordaba los viejos tiempos: algodón de azúcar deshaciéndose en la boca,
calesitas, fuegos artificiales, una copa llena de champaña para celebrar la
llegada del año nuevo, seres queridos que ya no existían ni tenían rostro en la
memoria. En ese tiempo había mucho por lo que tener esperanza y mucho por lo
que reír y no la oquedad sin futuro donde ahora vivía. Todo se había
desvanecido con la llegada de los monstruos, con la conversión de la humanidad
en una sombra carnívora y torpe de sí misma. Había tenido que salir de caza con
sus ropas cada vez más ajadas y sucias, su campera de cuero raído y sus botas
militares, algo de cuerda, tijeras, agujas de coser, yesqueros y fósforos,
cigarros añejos, un cuchillo al que había que mantener afilado y tantos otros
pequeños recursos con los que llenar la mochila incluyendo, por supuesto, una
botella de plástico llena de agua. Lo más importante: el hermoso bate de
béisbol que le había regalado su padre y con el que golpeaba las cabezas de los
zombies con entusiasmo, dejándose llevar por un irrefrenable odio hacia lo que
significaban.
Había
podido comprobar como buen sobreviviente que los zombies no eran eternos. Se
fueron deteniendo con el paso del tiempo y ahora solo quedaban algunos
gemidores que se arrastraban con los ojos nublados tratando de acercarse a él
en vano. También había muchos sobrevivientes que habían escapado a las mordidas
y los rasguños, pero ninguno había querido quedarse como él en la Gran Ciudad.
Se habían ido a vivir en granjas, apiñándose, aglomerándose entre sí con la
idea vana de reconstruir el mismo estúpido mundo de relaciones sociales que
había buscado su ruina y la había obtenido como premio. No se había unido a
esos idealistas porque allí en la ciudad, al amparo de los edificios vacíos, se
había ido encontrando con ella cada vez más. No sabía ni quería saber si era
solo una proyección de su mente, pero lo que si sabía es que con ella rondando
a su alrededor jamás se sentiría solo.
No
recordaba bien cuando la había visto por primera vez. La luna llena la trajo
hasta la azotea de un edificio de tres pisos donde él estaba a punto de echarse
a descansar con su saco de dormir, de cara al cielo estrellado. Al principio,
ella no lo miró. Se quedó parada con la vista dirigida hacia el noreste, donde
la luna dibujaba su círculo mágico. Su vestido era gasa, su pelo era luz, su
piel era sueño. Cuando por fin lo hizo, sabía que esa noche no hablarían, sino
que ella esperaría a que él se durmiera plácidamente bajo su vigilancia calmante,
dejando caer de su mano el bate con sangre aún caliente escurriendo sobre la
superficie brillante. Se soltó a un sueño profundo y aún dormido podía verla,
envuelta en una tenue calidez que la noche, la furia y el dolor no podían
borrar. Al despertar se sintió más fuerte y más aventurero y no fue por
casualidad que ese día encontró una buena cantidad de provisiones en un antiguo
supermercado en los suburbios que todavía no había sido asaltado por los
desesperados ni invadido por una manada de aulladores o de repiqueteadores de
dientes.
La
primera vez que hablaron, ella lo esperó en el Parque Anochecer, junto a las
hamacas destrozadas, sobre una banca de madera que había resistido bien la
intemperie y el abandono. La luna llena había regresado. Él se sentó con
cuidado a su lado con el temor irrefrenable de verla esfumarse como en otras
oportunidades para convertirse en un revoloteo de luciérnagas que pronto se
extinguían en el aire. “¿No te gustaría volver a tener amigos, Caleb?” Él le
dio una larga explicación de su reticencia a volver a vivir una vida que se
construye alrededor de las mentiras, de su idea de agotar hasta el último día
de su pobre existencia en un vagabundeo que solo lo llevara de un lado a otro,
sin rumbo. E hizo énfasis en que ahora que ella regresaba cada cierto tiempo a
visitarlo no se angustiaba como en el pasado por la falta de compañía. Ella lo
escuchó atenta todo el tiempo, como si no se cansara nunca de sus palabras, con
una suave sonrisa sobre sus labios que no lograba disimular la tristeza que
emanaba de sus ojos. “Quizás la soledad se aferró tanto a ti que tú te
aferraste a mí y a la soledad”, le dijo, sin reprocharle nada.
Con el
tiempo el halló que de lo poco que podía hablar con ella era sobre todo de los
bonitos recuerdos de su infancia y su adolescencia, pues le pesaba y hasta le
avergonzaba aventar hacia su belleza los detalles rutinarios y amorfos de su
vida de sobreviviente. Ella, a su vez, era experta en tomar esas imágenes que
él le ofrecía y realzarlas con mejores y más nítidos detalles, con más amplias
anécdotas, elaborando sus relatos con una dulce voz que atravesaba el silencio
sin rozarlo. Sin embargo, también solía sacarlo de su añoranza mostrándole que
el presente no estaba hecho solamente de cenizas y detritus o de esperanzas
vanas. Le indicaba la manera de encontrar belleza entre los escombros, en el
trazo de las telarañas, en el vuelo de los pájaros que habían vuelto y anidaban
en los viejos edificios, en el avance de la vegetación por entre los resquicios
y fracturas cada vez mayores de las siluetas de concreto y acero de la Gran
Ciudad. Y cada tanto le preguntaba si no quería irse con los otros, hacer
amigos, empezar una vida nueva que no fuera ese vagar en las sombras
cadavéricas de una realidad devastada. Él no se atrevía a darle la negativa,
pero tampoco le hacía caso. Sentía que el mundo estaba completo deambulando
entre las ruinas y volviendo a encontrarla una y otra vez para charlar sin
apuro hasta que volvía a disolverse.
Todo
siguió así por muchos años mientras él envejecía despreocupado, sin pensar en
el futuro o en la muerte. Los zombies finalmente dejaron de moverse y todo fue
un gran suspiro que terminó apagándose, una paz inmensa, con la inefable, la
etérea, yendo y viniendo bajo la luz de la luna para volver a él cada tanto.
Ella no envejecía y eso lo convenció de que, en efecto, no era real, pero no le
importó. Además, cada vez permanecía más tiempo junto a él, y se acercaba más
sin llegar a desvanecerse. Aunque no fuera real, aunque fuera solo un reflejo
de su propia alma quebrantada, la amaba y sentía que ella no iba a abandonarlo
nunca como lo haría un ser capaz de olvidar. Así que el día de su muerte,
cuando por fin sintió que las manos blancas de su amada le acariciaban la
frente, dejó de soñar y se desvaneció con ella hacia el otro lado de la
existencia.
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